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La escena bíblica de la crucifixión de Jesucristo ofrece una de las imágenes más poderosas y complejas del juicio humano colectivo. Más allá de su dimensión teológica, el relato constituye un caso ejemplar para el análisis filosófico del comportamiento de las masas, el origen del odio y los mecanismos de juicio social. Lejos de ser un episodio aislado en la historia religiosa, este evento puede ser interpretado como una constante antropológica: la inclinación del ser humano, cuando carece de orden interior, hacia el rechazo violento de aquello que lo confronta o incomoda.

1. El desorden del alma y la irracionalidad colectiva

Filósofos como Platón y San Agustín han descrito el alma humana como una estructura que debe mantenerse en armonía. Cuando el intelecto, la voluntad y los afectos se desalinean, el juicio se torna confuso. En La República, Platón advierte sobre los peligros de una democracia degenerada en la que la opinión pública no está guiada por la verdad, sino por pasiones desordenadas. De manera similar, San Agustín en La Ciudad de Dios reconoce que el corazón humano sin caridad ni recta razón puede tornarse hostil hacia el bien, incluso cuando se le presenta con claridad.

El clamor popular que exige la crucifixión de Jesús no se origina en un análisis racional de sus enseñanzas, sino en un proceso de alienación y manipulación emocional. Este fenómeno, según la filosofía política clásica, ocurre cuando la doxa (opinión) desplaza a la episteme (conocimiento) y el juicio deja de fundarse en la verdad para responder a impulsos momentáneos o resentimientos colectivos.

2. La crítica como síntoma de un malestar no resuelto

En muchos procesos sociales y políticos contemporáneos observamos una dinámica semejante: una crítica generalizada, a menudo visceral, que no surge del ejercicio filosófico del discernimiento, sino de una pulsión reactiva. El filósofo francés René Girard, en su teoría del deseo mimético, identifica un patrón recurrente: las sociedades tienden a canalizar sus tensiones internas hacia un “chivo expiatorio” cuya eliminación simbólica o real parece restaurar un efímero orden.

En este sentido, muchas críticas actuales —aunque legítimas en su origen— se desvirtúan cuando son impulsadas por el resentimiento, la desinformación o el deseo de venganza simbólica. Esto nos invita a una pregunta crucial: ¿estamos ejercitando una crítica fundada en la búsqueda del bien común o simplemente replicando una lógica de sacrificio?

3. Condiciones para una crítica humanista y constructiva

Desde una perspectiva filosófica y ética, no se trata de negar la necesidad de la crítica —elemento indispensable en toda sociedad libre y madura—, sino de depurarla. Una crítica verdaderamente transformadora se apoya en tres fundamentos: verdad, prudencia y caridad. En palabras de Aristóteles, la virtud ética se sitúa en el justo medio: ni en el silencio cómplice ni en el grito desmedido.

La historia de la crucifixión nos recuerda que el juicio desordenado puede condenar incluso a lo más justo. Pero también nos muestra que el silencio reflexivo y la compasión pueden abrir caminos hacia una transformación profunda.

4. Conclusión: la ética del discernimiento

Hoy más que nunca, necesitamos educar no solo la opinión, sino la conciencia. Recuperar el ejercicio filosófico del juicio prudente y el amor a la verdad es una tarea urgente si queremos construir una crítica que edifique y no que destruya. Como advirtió Pascal, “el hombre supera infinitamente al hombre”, y solo reconociendo esa grandeza —en uno mismo y en el otro— es posible evitar los errores de una multitud desencaminada.


La cruz no solo fue el resultado de una traición y un juicio político, sino también de una falla colectiva en el discernimiento. Superarla implica, para cada generación, aprender a juzgar con justicia, hablar con claridad y amar con orden.

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